miércoles, junio 13, 2007

El conductor


Junio desperezaba sus primeros años en la infancia de una era de comunicaciones satelitales, mensajes de texto y ordenadores personales inalámbricos y ella como un autoretrato de Van Gogh permanecía tatuada al espejo retrovisor.
Por alguna razón Lilian había extraviado su agenda. Tomó un taxi tratando de rastrear los lugares por donde el día anterior, antes de internar a su madre, podría haberla olvidado distraídamente. Trato de trazar una ruta mental y le indicó al conductor el recorrido.
Una pared blanca de fría niebla se filtraba entre los edificios y los autos y la gente; entre el conductor y Lilian sentada en el asiento trasero del taxi.
La niebla congelaba las palabras y hacia los silencios lentos y pesados como el transito por una ciudad cargada de urgencias. Buenos Aires no duerme (anunciaban los carteles) mientras un nuevo jefe de gobierno de la ciudad porteña descansaba su ambición intacta en un sueño de ballottage; en tanto, el ciudadano común se enfrascaba en decidir a quien daría su voto para abandonar la casa del Gran Hermano.
Lilian viajaba a la velocidad del pensamiento en reversa tratando de detener el tiempo, para que el cielo no termine de desplomarse sobre las calles como una nube desterrada. Para que el invierno no la alcance y la congele por dentro como a un sol de hielo.
Pensó en su madre, donde dejo a su madre, donde dejo su agenda, donde su madre dejo de agendar su vida, donde se desmadraron las órdenes, donde la vida perdió su orden natural para extraviarse entre la espesa niebla. La vida como una vía ancha de sentido único y obligatorio no admite reversa, otras generaciones apuran por abrirse paso y la vejez es un obstáculo para asimilar los cambios. Ahí está otra vez la niebla como un empacho intestinal tapando las arterias, las salidas, los caminos que se bifurcan…ahora suena otra vez el telefonito celular y Lilian atiende con voz aliviada, el hilo conductor de sentido único hace inevitable la escucha del taxista, el espejo retrovisor recobra la armonía de un rostro que había perdido nitidez en el camino.
Ambos se detuvieron ante un semáforo en rojo. Ambos mirando fijamente un reloj de la esquina en la calle Honduras detenido a las siete y veintiocho. Ambos sabían que el tiempo había trascendido la marcha de las agujas del reloj.
Como un camino de cuentos sembrado de migas de cereal desperdigadas, Lilian trazaba el camino inverso en un laberinto donde las pérdidas hacían blanco en el centro de su espina dorsal.
Otra vez el celular, decía, y ahora la sonrisa resucitaba en el espejo. Ahora era un breve mensaje en monosílabos y apócopes de texto. Un telegráfico mensaje de símbolos más cercanos a un code Morse que a una esquela epistolar; un cambio de ruta, hacia un encuentro, un conductor de emociones que generaba carga, que producía una energía igual pero contraria a la anterior. Se abrió la niebla, no la que hacía la ciudad más lenta sino la que mágicamente direccionaba sus perdidas en ese encuentro que la alejaba hasta de la misma muerte.